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              Querido Jan,  
              te estoy escribiendo desde la tierra donde dejaste la huella interminable 
              de tus indestructibles y milagrosas sandalias, como San Francisco, 
              con tus carnes al aire y tu mirada angelical, profunda, insoportablemente 
              humana, insoportablemente bondadosa.  
              Te recuerdas mi grán amigo Vikingo? Te recuerdas Angélica, 
              Olaf, Biber, Ulli, Klaus, Elvira?  
            Muchos acá, en el Ostsee, a la orilla de las aguas tranquilas, 
              de las playas ventosas y la arena fina, en la tierra que siguió 
              tu ligero paso, el vaivén de tu melena al viento, te recordaron 
              siempre y seguirán recordándote para que no se apague 
              nunca la llama que inundó nuestros corazones, la llama que 
              salió de tu mirada cristalina y nos dejó aquella sensación 
              imperecedera, de estar frente a un ser ejemplar y único, 
              demasiado único para la órbita de nuestros ojos tan 
              mundanos, para nuestras almas que se han revolcado en pasiones humanas 
              que a veces, nos averguerzan.  
            Querido amigo Jan, este pedazo de huesos y carne que te está 
              escribiendo, te llamó siempre „mi amigo Vikingo“. 
              Te abrazó como quién se pone entre los brazos la almohada 
              fiel de los sueños. Te acarició la cabellera como 
              con un gesto accidental, para no herir tu condición de varón 
              teutónico y se quedó con las manos ardiendo y la sangre 
              en burbujas.  
            Yo no quiero despedirte, mi tierno amigo, ni tampoco llorar de 
              tristeza. He descubierto que recordándote, he llorado como 
              un niño, por la felicidad de haberte conocido, por haber 
              tenido el privilegio grande de pertenecer a el entorno donde depositaste 
              la bondad de tu alma, el calor de tus ojos, y la fragilidad de porcelana 
              de tu corazón inmenso.  
            Yo no quiero despedirte, amigo Vikingo, quiero saludar y dar la 
              acogida a las emociones, al encanto de tu aura que nos ha inundado, 
              a los retoños en quienes depositaste lo bienaventurado de 
              tus genes, a la doncella que llevó en su vientre tres veces, 
              la savia bendita de quienes nos recordarán siempre tu nombre. 
              Para saber que hemos nacido y hemos venido sólo para ser 
              semejantes a tí y sin embargo, lo mundano nos ha rendido. 
             Permíteme ahora, mi amigo Jan Steinhöfel, sentarme 
              a llorar sólo ante el paisaje de esta tierra que te vió 
              nacer. No quiero pensar que estarás triste de que en esta 
              acogida no esté a tu lado. Piensa en lo maravilloso que será, 
              cuando yo contemple con tu mirada, a través de mis ojos llorosos, 
              el paisaje infinito de los mares perdidos a orillas del continente, 
              cuando mis ojos con tu mirada naveguen por el Kieler Bucht, el Eckernfoerde 
              Bucht y se tiendan entre la arena y las dunas de el Lolland y Bagenkop. 
              Es todo lo que este vasto corazón de huaso acaballado, desde 
              la distancia, te puede ofrecer.  
            Querido Jan, ya sé que no me contestarás esta carta 
              que te escribo desde una tarde primaveral alemana, no puedo esperar 
              de tí otra cosa, nunca lo hiciste y no será esta la 
              ocasión de hacerlo, no importa, lo que no ha dejado tu pluma, 
              lo han dejado tus ojos. Siempre pensé en tus ojos, tus ojos 
              fueron las cartas, aquellas que no enviáste nunca pero que 
              extrañamente siempre llegaron.  
            Mi amigo Jan Steinhoefel, mi amigo Vikingo, no nos cansaremos nunca 
              de darte la bienvenida a lo más profundo de nuestros corazones. 
             
            Recibe mi cariñoso abrazo y deja imaginarme, que todos los 
              besos en tu mente se adormecen.  
             
              Pablo Ardouin Shand  
              Frankfurt, Alemania, 27 de Mayo 2003  
            
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