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LA BICICLETA
Mi mayor anhelo cuando niño era tener una bicicleta. No
como un medio de transporte como lo ven los alemanes, los holandeses
o los daneses si no más bién como un juguete. Yo aprendí
que la bicicleta no era un juguete sólo al llegar a Alemania.
También aprendí que había que respetar con
ella a los peatones, los pasos de cebra, y los caminos y senderos
-que en muchos lugares y ciudades alemanas están especialmente
demarcados para ello. Que había que hacerle el quite a los
perros, a las palomas, a las ardillas, los gatos, a los autos y
la caca del perro. Es que practicamente aprendí a andar en
bicicleta en en forma civilizada en Alemania. Tampoco pude tener
jamás una bicicleta porque mi papá trabajaba en la
Compañía de Acero del Pacífico, y en cada Navidad,
esta empresa ofrecía a sus empleados a precio de huevo, sólo
patines. Así que fuí un patinador experimentado en
bajadas a toda raja, por las recién pavimentadas calles de
mi barrio. Practicaba vueltas de carnero, rechinadas con giradas
a lo trompo, en una pata, en dos y a veces... en ninguna. Claro
que estas ningunas eran más bién desintencionadas,
producto de las frenadas, donde me quedaba por un par de segundos
suspendido con las patas desparramadas en el aire y terminaba de
culo contra el pavimento, haciendo añicos los pantalones.
Dolía la puta madre, sobre todo en la billetera de mis padres.
Eran patines con ruedas de acero, y un juego. No eran estas cosas
como bólidos supersónicos de ahora, los Skiline que
le dicen, ni una moda.
En Alemania aprendi,´que no se debe andar en bicicleta con
más de dos cervezas en el cuerpo, de la siguiente manera:
Año 1983, ciudad de Kiel. Después de beberme dos Shop
con unos amigos, terminada mi actuación en uno de los escenarios
de la Kielerwoche, pasadas las doce de la noche, me monté
en mi bicicleta contraviniendo todas las normas de un ciclista en
Alemania: sin luz, sin frenos, cargando una guitarra al hombro y
con los cinco sentidos en franca indisposición. Una calle
larga de adoquines, en bajada, en contra del tránsito. Un
coche Mercedes Benz en sentido contrario, con las luces altas. Pierdo
la vista, luego el control y por fin el equilibrio. El coche pasa
como un bólido por mi lado izquierdo, al hacerle el quite,
me voy demasiado hacia la derecha, le hago un tremendo rayón
con el manubrio a la puerta de un BMW azul estacionado y me voy
de bruces contra el suelo. Salta lejos la guitarra y la bicicleta,
me quedo tendido con una cicatriz en la pantorrilla derecha. Observo
que viene una pareja de viejitos alemanes por la vereda, les digo
que llamen una ambulancia, desde una cabina teléfonica que
está a un par de metros. A los pocos minutos llega un furgón
de la policía con su ulular de sirena y se bajan dos uniformados.
Los viejitos alemanes cumplieron bién con su rol, anteponiendo
el resguardo del orden al de la salud: llamaron a la policía
y no una ambulancia. Me introducen en el furgón, me piden
los documentos, me llevan a la comisaría. Llaman a un médico
para que me haga un exámen de alcohelemia, no de mi pierna.
El galeno me hace caminar por una línea blanca de ida y vuelta.
Debo tocarme la nariz con el índice de mis dos manos al unísono.
Debo también hacer el cuatro y soplar por un tubo hacia una
bolsa plástica. Resultado: los exámenes fisícos
fueron exitosos. Me dicen que me vaya tranquilo a casa y que si
yo me arreglaba por las buenas con el dueño del auto, esto
quedaría en nada. Me dan el teléfono del tipo del
BMW. Al próximo día lo llamo, me invita a su casa,
me recibe amablemente con una taza de café y me propone pagarle
100 marcos, lo cual acepto gustoso. Pasados seis meses, y estando
yo radicado en Frankfurt, me llega un Strafbefehl del Amtsgericht
de Kiel, con un resultado de alcohelemia de 1,40 o/oo y una a Geldstrafe
de de 610.10 DM. La policía hizo un proceso en mi ausencia,
demostrando un accionar legal pero desleal e incorrecto. El dueño
del BMW me demostró, que los alemanes también son
buena onda y bondadosos, cuando se les respeta. Los viejitos alemanes
sólo cumplieron con lo que consideran su deber, velar por
el orden, respetar a rajatabla su rol de servidores del estado y
la policía. La noche de Kiel me reveló que no es lo
mismo, ni del mismo volumen, ni del mismo grado acohólico,
beberse dos Schop en la „Fuente alemana“ de mi ciudad,
Concepción, que bebérselos en una fiesta en Alemania.
Que no es lo mismo sacarse la cresta andando en patines a la edad
de 15 años, en un país tercermundista de los años
sesenta, que sacársela ya casi cuarentón en bicicleta,
en contra de un Mercedez Benz, en el centro de una ciudad moderna
alemana.
Pablo Ardouin Shand / Otoño del 2001/
Para el Frankfurter Rundschau |