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EL HOYO DEL QUEQUE
Hace un par de años, cuando me preguntaban si estaba orgulloso
de ser chileno, respondía automaticamente que si. Ahora,
en la tranquilidad del pensamiento y el análisis autocrítico,
digo que estoy orgulloso de ciertas cosas y de otras no. Hoy puedo
mirar a mi país y su gente en forma más distanciada,
sin tomar partido, despojado de los tópicos, los clichés
y prejuicios asimilados desde la infancia de escuela. En mi país
enseñaban que Chile tenía el himno más hermoso
del mundo, la bandera más hermosa del mundo, los heroes más
valientes y guerreros, las fuerzas armadas mas victoriosas y jamás
vencidas y un par de menudeces inherentes a cualquier país:
el mejor paisaje, la mejor comida, la mejor música y las
mujeres más hermosas. Los más artístas en este
juego de creerse el hoyo del queque en latinoamérica son
los argentinos, y el chiste que mejor refleja ese fenómeno
viene de la misma Argentina: cuál es la mejor forma de hacerse
millonario? Se compra un argentino por su valor real y se revende
por lo que el se cree. En segundo plano vienen los Brasileños,
quienes recalcan continuamente: „nós somos o pais mais
grande do mundo“. Y en tercer lugar los mexicanos, a los cuales
se les cree y admira un poquito más, por su revolución
zapatista, la de antaño y la reciente, por tener las agallas
de soportar estoicamente a un vecino como los Estados Unidos de
Norteamerica y por su reconocida simpatía. Ahora, respecto
a mi país, yo no puedo estar orgulloso de un país
que permite, hace posible, tolera y pretende, hacer olvidar un pasado
de 17 años de brutal dictadura. Un país que economicamente
está en manos de oscuros pesonajes que toleraron, negaron,
escondieron y o apoyaron las atrocidades cometidas bajo la dictadura
militar de Augusto Pinochet. Un país, donde una importante
parte de la ciudadanía pretende levantarle un monumento,
ponerle su nombre a un par de calles y mostrar como ejemplo para
futuras generaciones, a un personaje condenado por la comunidad
internacional como encubridor y cómlpice de sesinatos, violaciones,
desapariciones forzozas, exilio y tortura. Un país donde
una parte de la población ha llegado al extremo de confundir
a la victima con el victimario. Un pais en donde los torturadores
y asesinos andan sueltos, encontrándose a diario con sus
victimas, algunos incluso en posiciones de poder y por otro lado,
ese mismo país, es capaz de condenar a un pobre desamparado
hambriento, a cinco años de carcel por robar una gallina,
sólo para dar un ejemplo abundante de aberraciones. Yo no
le he preguntado a mi país si el está orgulloso de
mi, aunque sea por la casualidad de haber nacido allí. Porque
si de raices se trata, mis antepasados son escoceses, franceses,
españoles y mapuches. En Alemania, cuando digo que soy chileno,
la reacción espontanea de muchos de mis anfitriones es: „Ah!
Allende, Neruda, Pinochet“. A los dos primeros me relaciono
con una actitud de cercanía y emotividad positiva, sensación
que podría catalogarla como orgullo. A mi me gusta el paisaje,
el clima, el aire marino, el pescado, los mariscos y la mentalidad
del hombre sencillo y campesino de mi país, más que
en ningún otro sitio conocido -amen del buén vino
tinto y pipeño de Florida y Colliguay- y estoy orgulloso
de tener la dicha de haber gozado de todo eso. El sentimiento de
orgullo a secas, en la actual discusión sobre el orgullo
de ser alemán que recorre este país y juega tramposamente
con el líbido de los alemanes, es bastante feo y de gusto
agrio. A mi me tiene sin cuidado el orgullo de ser de los franceses,
italianos o ingléses, sólo como ejemplo. Pero yo vivo
en Alemania y el orgullo alemán se relaciona con algunos
elementos discutibles sobre la raza. Con mesurado gusto estoy orgulloso
de vivir en el país de Brecht, de Goethe, de Beethoven, de
Schiller, de Eissler, de Weill. Si yo fuera alemán, estaría
también orgulloso de Boris Becker, la Katty Witt, de Michael
Schumacher y de tantos otros. De tener buenos amigos alemanes estoy
orgulloso. Pero si un alemán me dice, sin mayores acotaciones:
„Yo estoy orgulloso de ser alemán“, entonces
no puedo evitar sacar a relucir un par de trapos sucios y recordarle
la memoria, y así como yo refresco la mía y la de
mi país y me exigo no olvidarla, de la misma manera se la
exijo a los orgullosos más prepotentes del planeta, cebolleros
y arrogantes de nacionalismo, aquellos que llevan sobre sus espaldas
cosas tan simples como Nagasaki, Hiroshima, Vietnam, los Pieles
Rojas y un montón de otras menudeces. Y por último,
quiero hacerlos pártícipe de otro sentimiento que
me embarga: estoy orgulloso de ser un extranjero en Alemania.
Pablo Ardouin
Frankfurt, 03.00
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