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             RECOLECTOR DE DESPERDICIOS  
            En el mes de Junio de 1983, arrendamos nuestro primer departamento 
              en Kiel. No teníamos mucho dinero y yo me negaba a buscar 
              un trabajo formal, estable, que significara abandonar mi actividad 
              de músico y cantaautor. Ni en los peores momentos de la Dictadura 
              en Chile, cuando la pequeña escena cultural estaba velada 
              casi por decreto para mi, había llegado al extremo de buscarme 
              un trabajo „normal“.  
              Muchos me decían en Alemania que yo debería tomar 
              mi guitarra y ponerme a cantar en la calle, como muchos otros grupos 
              de latinoamérica lo hacían y con lo cual se daban 
              un no despreciable buén vivir. Pero yo me negaba a instalarme 
              como un mono con guitarra en la calle, para ser observado por la 
              rubia Europa como un objeto pintoresco, venido del culo del mundo. 
              En el fondo me admiraban estos representantes de la cultura latinoqamericana 
              pero al mismo tiempo, me daba pena verlos con sus ponchos, tez bronceada, 
              melenas azabaches, con moñitos, flautas andinas y charangos, 
              rodeados de lolitas rubias, vendiendo casetes piratas y la imagen 
              de machitos latinos y ladinos tercermundistas. Mi autoestima no 
              me permitía llegar a ese extremo. Aunque bajo la perspectiva 
              de ellos, lo podía entender.  
              El hecho es que mi tozudés, no me permitía tampoco 
              amueblar nuestro departamento. De ahí entonces viene mi obsesión 
              por los Spermüll. Recorría la ciudad en búsqueda 
              de estos Spermüll, la cultura del despojo de los Alemanes. 
              En Chile ni los paraguas se salvaban de la reparación casera 
              y lo único que se encontraba en la calle no servía, 
              en caso extremo, ni para limpiarse el trasero. Por el Spermüll 
              logramos amueblar nuestro departamento: dos sillones acolchonados 
              de los años sesenta, un escritorio de madera maciza, sillas 
              de todos los estilos y épocas, colchones, somieres, un ropero, 
              muebles de cocina, un refigerador, una radio Telefunken de los años 
              cincuenta, un televisor Grundig, una máquina de coser y un 
              sinfín de cachureos que no vale la pena mencionar. Yo me 
              perdía dentro de estos container -que aparecían ante 
              mis ojos como por milagro- como un miserable ratón. No podía 
              creer que la gente botara los muebles y enseres de su casa. Me daba 
              la impresión que con ello se deshacían de una parte 
              de su vida. Que la gente hubiera perdido la capacidad de aferrarse 
              a los recuerdos. Que vivieran con la constante sensación 
              de que perdían el tren, raudo hacia la voracidad consumista. 
              A Rey muerto, Rey puesto, parecía la consigna como sicosis 
              generalizada. Y estoy hablando del año 1983! Desde entónces 
              compro mi ropa en los mercados de las pulgas, o en negocios de segunda 
              mano, y me aferro a mis muebles y enseres viejos y queridos. Cada 
              vez que me encuentro frente a un botadero, siento un extraño 
              cosquilleo, una pequeña sensación de esperanza, hasta 
              que de pronto, me veo sumergido en él. Es como un escalofrío, 
              muy parecido al que sentí de niño al hacer cosas prohibidas. 
              Es un placer irresistiblemente divino. La Renate se enoja y me reta 
              a veces, sobre todo cuando baja al sótano. La última 
              vez llegué con una lámpara de píé, con 
              dos bifurcaciones metálicas en curvas sicodélicas, 
              cada una con su pantalla, un original de mediados de los años 
              cincuenta. La Renate la quería botar, y sólo empezo 
              a tomarle cariño, cuando nuestras visitas empezaron a percartarse 
              de ella con elogios y gestos de admiración. Aquí la 
              tengo mi lámpara, vieja, destartalada, pero con una sensación 
              mucho más grande de pertenencia y aferro, que si la hubiera 
              comprado porque en ese objeto hay vida. Se imaginan la cantidad 
              de vivencias, situaciones, tragedias, encuentros y desencuentros, 
              armonías y desavenecias que se conjugan en esta lámpara 
              cómplice? Quién arrojó su vida por la ventana 
              con élla? Hay! si mi lámpara hablara...Por eso adoro 
              también la cultura de los sótanos en Alemania, si 
              no fuera por ellos, yo sería un infelíz. No tendría 
              donde acumular los recuerdos de mis semejantes alemanes.  
            Pablo Ardouin Shand  
              Frankfurt, Noviembre, 2.000 
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